El juego, rápido y metódico, ve la caja volar y caer en fracciones de segundo, una y otra vez.
Por Javier Giraldo
En los peldaños que conducen hacia el parque de San Antonio, dos figuras se delinean en una contienda silenciosa. Sentados, con la seriedad grabada en sus rostros, intercambian una caja de cerillos vacía, desafiandose a lograr que uno de sus bordes quede vertical sobre el asfalto. El juego, rápido y metódico, ve la caja volar y caer en fracciones de segundo, una y otra vez.
Aunque la repetición del acto pronto tiñe mi observación de monotonía, la curiosidad por el premio -una pipa- me mantiene expectante. No es tanto el valor del objeto apostado -ya sea un cigarrillo, quinientos o mil pesos- lo que me intriga, sino el impulso humano de medirse ante el azar y la habilidad en estas pequeñas pruebas de fortuna.
El juego llega a su clímax con un suspiro de resignación del perdedor, quien, en un gesto de aceptación, entrega la pipa al vencedor. Este, con una mezcla de ceremonia y satisfacción, la enciende, y a los pocos segundos, expele una nube de humo azul que se dispersa lentamente en el aire.
Lo que sigue es un intercambio curioso: el ganador, tras disfrutar brevemente de su premio, devuelve la pipa a su dueño original. Este acto, más allá de concluir el juego, revela una dinámica de camaradería y respeto mutuo, una suerte de honor entre competidores que trasciende el resultado momentáneo de la apuesta. En esa devolución veo reflejada la esencia de estos juegos callejeros: no tanto una disputa por ganancias materiales, sino un rito de conexión, una manera de forjar y afirmar lazos en el pulso vibrante de la vida urbana.
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