En el pasaje La Bastilla, en el 50-26, se escucha el sonido maldito del traquear de esos oráculos caprichosos que, no contentos con decidir la túnica del hijo de Dios, determinan el destino de los apóstoles apostadores que se reúnen en torno al juego y ven caer la tarde entre “suertes” y “caídas”.
Por: David Daza Gutiérrez
Cuando los soldados hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, se apropiaron de sus ropajes y los dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Después, tomaron su túnica, ese cuerpo de tela ensangrentado de una sola pieza y con los restos de una dignidad divina encajada entre las nulas costuras que la componían, la examinaron de arriba abajo y en “La Calavera”, en el mismo “Gólgota”, como lo llamaban los judíos, bajo la sombra de las tres cruces que yacían en la tarde, sortearon el ropaje a una parada de dados. Bajo el letrero de “Yo soy el rey de los judíos”, se jugaron las telas divinas… en el pasaje La Bastilla, en el 50-26, se escucha el sonido maldito del traquear de esos oráculos caprichosos que, no contentos con decidir la túnica del hijo de Dios, determinan el destino de los apóstoles apostadores que se reúnen en torno al juego y ven caer la tarde entre “suertes” y “caídas”.
El templo es un local pequeño ubicado entre Junín y la Oriental, La Playa y Colombia. Pocas sillas y menos mesas, en la capilla del altísimo es mejor estar de pie. Al frente del establecimiento está la mesa azul en la que los feligreses depositan su tiempo entre paradas y apuestas. Como se debe hacer en la casa del señor, algunos se persignan antes de tirar los dados y nadie puede estar de brazos cruzados. Aquí la suerte es el Espíritu Santo y no se le puede negar la entrada poniendo un brazo sobre el otro, en el juego es pecado capital y las santeras regañonas de pelo morado que no se pierden la congregación dominical para luego criticar a las sobrinas de pelo multicolor, son los apostadores… “Vean a este cruzado… ¿qué pasó, mijo? ¿Está rezando para que me pelen o qué?”
"A La Bastilla, el que no viene a dar nalga, llega es a jugar, a apostar o a beber", le dijo un chancero a un anciano que solo quería saber qué número había caído por la lotería. Este sector del Centro de Medellín, curtido de olores de sudor envuelto en cartas de naipe, tacos de billar, fichos, cigarrillo, chunchurria, chorizos de $2.000, Aguardiente Norteño, Ron Jamaiquino o puro chirrinchi, es el epicentro de los juegos de azar y de apuestas de la ciudad: 19 bares con zona de juegos en menos de 100 metros de pavimento así lo demuestran: El Antioqueño, La Bastilla, El Horno, El Paraíso, Candilejas, El Garrison... para nombrar solo algunos de ellos.
Se juega poker, remis, dados, dominó, toma todo, billar, tute, fierro, seguidilla, bajando, condiciones, parqués... en fin, solo les falta programar partiditas de catapis.
Aquella mañana la eucaristía era de dieciséis dolientes y tres pares de dados azules con puntos blancos y aristas redondeadas para evitar que los oráculos cayeran inclinados. Todos reposaban en penitencia frente al párroco, ese “garitero” rubio que recoge los dados con un rascador de espalda y cobra el 10% de cada “suerte”, como le llaman a las paradas que ganan. La codicia es el pecado capital de los jugadores y ellos lo saben. Su penitencia es avisar a los incautos que se acercan al culto: “Vea mijo, eso acá es fácil, usted para empezar solo necesita plata y ganas de perderla”. El diezmo descansa en la mesa, bajo las manos de los apostadores, pero dispuesto a ellos para ser repartido con agilidad. La ofrenda más bajita es de varios pares de morados porque “aquí no se viene con poquita plata, si quiere entrar hágale al menos con trescientos para que nos animemos”. Todo juego es válido: “Voy por el viejo”, “cincuenta al que tira”, “Se vino, se vino”, allí apuestan a cada movimiento. Esa mañana El Viejo estaba con suerte, tenía los treces de su lado. Las oraciones hacían efecto, obraban en cada tiro soplado que rebotaba contra las bandas de la mesa y hacía que los dados giraran sobre sus ejes como diamantes azules de juego.
Como cualquier oración que hay que memorizar, esta no es muy sencilla al inicio, pero rezar necesita repetición y apostar sí que más. En los treces se gana con senas (par de seis), cincos, once y treces, que es el premio mayor, y se pierde con viudas, unos, doces y cuatros, esa es la caída más dura, en la que se tiene que pagar tres veces lo apostado. Luis Carlos… Canocho, como le dicen, se acuerda de una de esas, la famosa del Enano. Canocho es uno de esos jugadores retirados del culto que ahora se convirtió en “pato” y prefiere recordar sus años de gloria y no apostarlos. “Yo iba mucho a jugar allá a Maracaibo con Pichirilo, yo era la ñaña de él, allá jugaban Cucaracho, El Enano y todos esos duros que iban enfierrados. Un día El Enano se puso a jugar treces duras de cien mil con ese que le decían Chano, ese era traqueto… ¡multimillonario! Y le negó una parada de cuatros de trescientos mil al Enano y ese siempre ponía el fierro encima de la plata, ahí mismo cogió y ¡Tra! ¡Tra! ¡Tra!” El Enano sigue vivo, “ese sigue por ahí, todo cacheticolorado y como garetas”.
Canocho hace una pausa, pregunta qué número ganó por El Paisita Día de la una, había vicios que no dejaba y la lotería era uno de ellos, las meseras era el otro. En el 50-26 también se habían jugado cien mil pesos al último número del Paisita. “Vea, tenemos tres apuestas casi llenas, si quiere entra con nosotros, queda el seis y el cuatro”, otra vez el cuatro, ese número maldito con el que pierden tres veces lo apostado en las paradas y que aparece 305 veces en la Biblia. Fueron cuatro los ángeles que Juan predijo que se pararían en los cuatro extremos de la tierra, sujetando los cuatro vientos de la tierra antes del Apocalipsis, la destrucción total… para estos creyentes de Juan, el cuatro también significaba la perdición completa y ni en las apuestas para la Lotería lo tomaban.
Aquel día el juego abundaba como oraciones en una capilla. En el sorteo 13025 del Paisita ganó el 1518, fue el único momento en el que los fieles abandonaron la capilla de alfombra azul y dirigieron su atención a la transmisión de la una. El afortunado solo estaba en una apuesta y recibió ochocientos mil pesos en efectivo. Al momento de cobrar el premio sentenció, casi como uno de los cuatro ángeles del Apocalipsis que presagiaban la destrucción, “ya mismo me voy a recargar en BetPlay… ¿no ve que Colombia está pagando 3.45?”.
Canocho continúa, ya sabe el resultado de la lotería, esta vez, como las anteriores, tampoco la cogió. La mala suerte lo ha acompañado en el juego, por eso se retiró y se dedicó a administrar bares. “¿Mala suerte? Esa la tenía Pichi”. Pichirilo era un jugador de esos en los que no se podía confiar porque “A veces le hacía el incendio a todo el mundo y con diez mil pesos que le regalaba se sacaba millones”, pero en otras ocasiones “trataba mal a todo el mundo, les decía: “a que los voy pelo a todos manada de hijuetantas” y después terminaba jugando cambiado de todo lo que perdía”. Jugar cambiado era la deshonra de los apostadores. Era abrazar la mala racha y decidir confesar ante sí mismo el gran pecado de la avaricia hasta el punto de proponer cambiar las reglas del juego para que se ganen con los pares perdedores y se pierda con los ganadores porque “el juego se sigue hasta que usted eche suerte o se caiga, eso es así”.
A veces les toca jugar a pintas, como le llaman a esa última apuesta en la que proponen al garitero que tome todo el diezmo, lo cuente, y proponga a los feligreses una apuesta all in, una última bala por el todo o nada donde la cuota es el monto completo del jugador que propone al grito de “voy a pinta”. El Enano no les tenía miedo… una vez casi se hace apuñalar por una. “Ese Enano era muy bravo, una vez se puso a tirarle pullas a Bonice, después de ganarle una pinta, y ese le sacó un tres canales así de grande”. Canocho señala el brazo para mostrar el tamaño del cuchillo mata ganado con el que Bonice persiguió al Enano por todo el Odeón, ese bar junto al teatro Odeón en el que jugaban dado y arrojaban mesas para evitar peleas. “Ese Enano hacía sino brincar y el viejo le mandaba puñaladas por todo lado. Ahí fue que se acabó todo eso – el Odeón – porque asustó a todo el mundo y los dejó arrinconados”.
A las trampas le temen todos. Nadie tira con las manos. Mucho menos El Viejo, que había aprendido a jugar con dados de hueso, esos pequeños que no tenían puntos sino figuras que distinguían cada número. “Ese es más mañoso, donde no tengamos este “coco” – que es como le llaman al recipiente de cuero oscuro en el que meten los dados para evitar que hagan trampa – nos pela a todos”. Los años dispuestos al azar le habían enseñado a amarrar los oráculos en la mano, a atrapar el tres con el que ganaba las tres partes y sacarlo en cada tirada.
Como si fueran pecadores, los creyentes le corren a los “patos” y a los dados cargados, a los primeros porque “el único “pato” bueno era Borojó”, ese se quedaba callado y no cruzaba las manos. Lo querían hasta los dueños de las garitas porque a veces les gastaba cervezas con la liga que le daban los ganadores. Lo querían tanto que hasta el cielo lo reclamó para sus apuestas divinas y mandó al Covid por él. A los dados cargados no les temen tanto porque “ya es muy difícil que los metan”, y es que cada cierto tiempo en el 50-26 proponen cambiar los oráculos y traen otros tres pares azules con puntos blancos para ver si así ganan alguna parada.
Todo fue consumado en el templo del señor. El “se vino, se vino”, presagiaba la hora del almuerzo que cada vez rugía con más fuerza. Hasta de ganar a veces uno se cansa. En el 50-26 se está acabando la misa. La homilía recuerda a dados amarrados del Viejo, corridas y tiros del Enano, silencios de Borojó, ñañas de Pichirilo y meseras de Canocho. Alea iacta est, jugar con el estómago vacío parece vaciar también los bolsillos de los fieles. Palabra de Dios… por nuestra suerte te pedimos, señor.
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